miércoles, 24 de octubre de 2012

Un té con lluvia

Suena el despertador. Tras haber tenido el mejor sueño de su vida, se levantó de la mesa en la que dormía , se vistió, y salió a la calle. No cabía duda de que Barcelona era el lugar perfecto para el que quiere viajar sin ir a ninguna parte. Sus calles eran un entresijo de diferentes épocas y culturas que se entrelazaban y hacían creer que a cada esquina te encontrabas en un lugar distinto. Él, con paso decidido, caminó y se perdió por los callejones al azar. Sabía que esa era la única forma de llegar a donde quería. Estaba contento, pero a la vez nervioso. Gente sin rostro, con la mirada perdida, que parecía tener mucha prisa en llegar siempre al mismo lugar. El padre de família frustrado que entraba en las librerías de viejo de la ciudad, y se prendaba de aquel mundo de papeles viejos que le hacía olvidarse de la realidad durante unas horas. Aquel supermercado cerrado que antaño había sido una famosa tienda de cuchillos y aquel edificio que nadie conocía y sin embargo era una clara reminiscencia del arte gótico. Todo aparecía ante él como cotidiano y superfluo, como si no fuese más que un decorado; un decorado con vida propia que enamoraba las almas de las personas y te hacían fundirte con la ciudad. Él siguió caminando. El corazón le latía muy deprisa. Entoces giró y fue a parar a un callejón con un encanto especial donde se encontraba un bar antiguo; luminoso y con aire de lectura. Se respiraba un aire tranquilo y lleno de paz. Ella no tardo en entrar, con su abrigo y su bufanda a juego con el jersey. La miró, y supo que la conocía, que aún sin saber su nombre la conocía desde siempre. El se acercó a la barra y pidió té con canela.

-Sírvaselo a aquella chica de la bufanda.

Ella parecía sumida en sus pensamientos, tal vez sobre lo que iba a pedir o tal vez sobre algo más, cuando el camarero le sirvió el te con canela. Él se pidió otro te, se acercó, se sentó a su lado, y simultaneamente al furtivo encuentro de sus miradas comenzó a llover. Una tormenta fuerte y espontanea, de esas que suelen anunciar la llegada del invierno. El dueño del bar había puesto un CD de Sabina que se distinguía vagamente entre el estruendo de la lluvia. Él notó que no eran necesarias las presentaciones.

-Te gustan los días lluviosos de otoño?

-El invierno es mi estación preferida, pero el otoño desprende un encanto especial.

Una voz pausada y agradable, transmitía paz. El te ya se estaba enfriando. Como el día. Volvió a colocarse el abrigo. Pese a hacer frío él sintió una extraña calidez, que no se supo explicar. Igual que en el sueño. Hablaron minutos, horas, días, qué más da. Cuando no hablaban, escuchaban el silencio interrumpido por la lluvia. Ella tenía un lema, y era que la mirada era el espejo del alma. Y así era, pues con la mirada eran capaces de decirse más cosas de las que se podrían escribir en todo un otoño. Su mirada era dotada de cierto misterio, un aire realmente interesante.  Ya no estaba nervioso. Entonces, de repente, ambos fueron conscientes de que la voz de Sabina volvía a escucharse con nitidez.

-Ha dejado de llover.

-¿Y si aun así quisiera quedarme?

El nuevo reencuentro de sus miradas apagó todas las luces. Nada sucedía, y tardó unos largos segundos en comprender. Con la mirada fija en el techo de su dormitorio, estuvo un rato pensando. Empezaban a asomar los primeros rayos de sol. Todavía notaba el sabor a canela mezclado con el de los labios de aquella chica. Y el invierno aún estaba por llegar. Nada más levantarse, las palabras de Joaquín Sabina resonaron en su cabeza...

 De ti depende, y de mí, que entre los dos siga siendo ayer noche hoy por la mañana...



Para M.F.