Una vez miré el mundo desde el edificio más alto en el que nunca avisté. Podía ver las altivas montañas, casi siempre lejanas desde cualquier punto, y el mar en el que sonaba aquella cualquier canción de la terraza del bar de al lado. Y yo en el punto medio. Creyendo que era el equilibrio perfecto, que el mundo se había detenido de forma correcta en unos días de altura. Creyendo tanto y sabiendo tan poco. Hora de comer, me avisaba una voz, vuelve a bajar, que te va a entrar vértigo. Altivo de mi, que me creía una montaña, más alto que nadie, escuchándome y teniendo interesantes conversaciones conmigo mismo, pues nadie más podría haberme escuchado desde un lugar tan alto. Recordaba otros días pasados en los que me había dado por bajar, aquellas infinitas escaleras falsas, una vuelta, otra, una vuelta, otra, y solo dos personas que se leían los labios pero no llegaban a escucharse bien debido a la montaña que había entre ellos. Gritos que se perdían en un eco que aún resonaría por años, vagamente o no, en función de lo atentamente que cada uno escuchase. Ahora ya sin caer en la arrogancia del punto medio, miro arriba y también abajo, a los lados al cruzar por si viene el autobús, hacia delante por si nos chocamos. Una vez miré el mundo desde el edificio más alto en el que nunca avisté.
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