Y menos mal que solo creí verte. Esas calles están malditas desde
que pasamos por ellas. De repente no nos conocemos, somos extraños y deberíamos
fingir que no sabemos el nombre del otro. Pese a que aún recuerdo tu
cumpleaños. Qué situación tan macabra. Hablaríamos del calor que hace, de cómo
van nuestras vidas, y quedaría en segundo plano hablar del por qué realmente
hablamos o el por qué no hablamos. Ni siquiera sería hipocresía, solo una
conversación de autómatas. Pero la parte de nuestra mente que aún siente, aún
recuerda y aún actúa de forma consciente se estaría preguntando a gritos qué
hacemos allí. Por qué hemos roto la rutina nómada de nuestras vidas para
pararnos a contemplar una huella en el suelo ya casi borrada. Se preguntaría
también por qué nos ponemos a hablar de gilipolleces cuando quedaron tantas
cosas por hablar. Por qué nos damos la mano y no un puñetazo. Y por qué un café
con leche si a mí no me gusta el café. Por qué mirarte a los ojos de vez en
cuando mientras hablo; en el fondo es obvio que hablamos para nosotros mismos,
sin importar el otro.
Supongo que el miedo a perder esa batalla de egos acelera
brutalmente mi corazón cada vez que paso por esas calles.
Menos mal que solo
creí verte.